lunes, 17 de noviembre de 2014

LAS MUJERES DE SAN MATEO

CRÓNICAS DEL CARIBE III
Portada de Las mujeres de San Mateo. Crónicas del Caribe 3. Mario Fattorello
Portada

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LA MUJER CARIBEÑA EN OCHO CUENTOS

BOLERO
(La música es mujer pública)

«Magdalena tenía una madre que no podía tener hijos. Nunca llegó a preguntar sobre su origen porque se marchó antes de conocer que existían los sinsentidos.
Si la historia hubiese sido otra, si hubiese preguntado, habría recibido como respuesta, que era adoptada, que su verdadera madre había sido una mujer de la vida, como las que llegaban al burdel de al lado, y que la dejó al cuido para liberarse del peso de ser mujer, y aliviar a otra del peso de no serlo.
Magdalena creció en San Mateo de Agua. El palafito de sus padres lindaba con el botiquín “Las Nuevas Delicias”, que para ella era la gran casa de la madama Mireya, donde se reunían mujeres y hombres a escuchar música de despecho: boleros.
Sin hermanas, sin vecinas de su edad, Magdalena se acostumbró a jugar el juego de las personas solas, se acostumbró a soñar. Soñaba al ritmo de las canciones de desamor que retumbaban en el galpón del burdel, y gracias a la constante música de nostalgia, Magdalena creció entendiendo que el verdadero amor siempre estaba ausente, que amar era lamentarse,  que querer era añorar, que el amor era algo irremediablemente perdido y, por sobre todo, que el amor era lo único por lo que valía la pena morir.»

PALO E' MUJER
(La revancha es hembra)

«–¡Maldita!
Un puño con intención de mandarria le golpeó el hombro. María Antonia rebotó contra la pared. Él se le fue encima y la retrucó con otro golpe.
–¡Remaldita!
María Antonia se dejó caer arremolinándose en la esquina, sabía que si se resistía el daño sería mayor. Le dolía la dignidad, el alma se le apretujaba en un ovillo de vergüenza, pero los golpes, ésos le dolerían después, con el dolor violáceo de la sangre al cuajar.
Pacheco tenía la mirada nublada de fantasmas. El machista, cuando está borracho, jura que sabe todo sobre las mujeres. Sin embargo, el que por la mañana logra recordar, sabe que el aguardiente es para el machista como los anteojos de sol para el miope: sigue viendo mal, pero más oscuro.
Pacheco se fue al patio y se dejó caer en la hamaca. Segundos más tarde roncaba. Pacheco nunca dormía borracho en el catre porque, según le escuchó decir una vez María Antonia: «el catre con borrachera da cuenta de que el mundo da vueltas».
María Antonia respiró alivio. El marido se había conformado con los golpes, se había salvado de la segunda parte: la violación. Levantándose despacio se revisó el cuerpo inventariando los huesos. Lo mejor sería acostarse de una vez. Al entrar al cuarto evitó la imagen del espejo de la peinadora y se acostó en el catre. Por la mañana sería lunes, no tendría que preocuparse hasta el próximo viernes y para eso faltaba bastante...»


LA PIEL DEL SECRETO
(La intimidad es dama)

«Ramiro amaba a Rosario, y no fueron trampas de seductor los versos que le recitó en la oreja, los versos que abrieron la flor y derramaron el néctar. La prueba está en que las palabras cumplieron sus promesas cuando Rosario se supo encinta y Ramiro se casó con ella. Es sabido que los poemas de amor y los sermones de boda están esencialmente compuestos de las mismas palabras: siempre, nunca y hasta la muerte. Y es por ello que los mismos versos hicieron llorar a Rosario y erizar a Ramiro cuando ambos creyeron oírlos implícitos en las palabras del cura mientras los casaba. 
Sólo dos veces se habían conocido de cuerpo entero. Pasó después de dos años de amores, fue en la playa, en una pequeña bahía escondida entre los mangles, y fue de noche, porque es naturaleza del secreto tejerse a oscuras, todo amor en sus inicios tiene algo de criminal y el delito busca la oscuridad para evitar ser pillado por la culpa. Dos veces bastaron para merecer el milagro, porque a los embarazos la gente los llama milagros; pero Rosario, al comprobar su preñez pensó que Dios andaba despistado en la repartición de prodigios, habiendo tanta otra necesidad...»


BOCA E' CABRA
(La mente es mujer)

«Majumbo está solo, silencioso, abandonado, si se tratara de una persona sería apropiado decir que estaba melancólico, pero Majumbo no es una persona, es apenas un lugar, un caserío sin pueblo, un cementerio de objetos, y las cosas no saben de melancolía por ser ésta una disposición del alma que los objetos inanimados no poseen, y si algo falta en Majumbo son seres con alma, cristianos, indiscutibles poseedores de la exclusividad del espíritu, única condición para ser hijos de Dios, pero también para ser malditos. 
Majumbo está más calcinado que cualquier otra cosa bajo el sol caribe, porque hasta las sombras se marcharon. Majumbo está desolado, con leños abatidos donde hubo árboles, con dunas desérticas donde hubo jardines y jugaban los niños, con nidos de alacranes donde antes dormía gente. Majumbo está muerto, sólo sigue en pié su esqueleto; Majumbo no es una persona y aún así Majumbo está maldito. 
Una vez había sido un pueblo progresista con iglesia y todo; hasta un dispensario médico tenía, que con cuatro camas funcionaba como hospital para los caseríos cercanos, pero por más que enumeremos su entusiasmo de antaño, Majumbo hoy está muerto y no hay cuento que lo resucite. Majumbo está seco, un cementerio de casas abandonadas y, cosa curiosa aunque nada extraña, todo sigue intacto, nada ha sido desvalijado, las casas con sus puertas y ventanas, las macetas en los porches, los platos, cubiertos y ollas en los anaqueles de las cocinas, las hamacas en las alcayatas, y es que eso es justamente lo que marca la diferencia entre un pueblo abandonado y uno maldito, los desvalijadores son supersticiosos y miedosos, y es que los ladrones creen en hechizos, de otra manera no se la pasarían soñando con volverse ricos de la noche a la mañana como por arte de magia, quitándole al que tiene lo que a ellos le falta. Es sabido que por eso todo malo es cobarde. Las maldiciones alejan los bandidos como el agua al perro rabioso. 
La brisa lacustre ulula entre las deshilachadas cortinas de las ventanas medio abiertas, pareciera convidar a los ausentes; el viento de arena abre y cierra, y vuelve a abrir y vuelve a cerrar las puertas sin cerrojo, como indeciso si entrar o salir de las casas que ya no tratarán de ocultar nada más, nunca más, y el viento insiste en meter arena dentro de la habitaciones abandonadas de prisa, entre muebles opacados por el polvo, en los que se deja ver todavía los desórdenes cotidianos del momento en que fueron abandonadas, cuando sus dueños escaparon del Apocalipsis, del anuncio del fin de mundo que, en estas latitudes, es llamado: maldición.   
Una maldición sin historia propia, una maldición traída de otra parte, que no vino por su propia voluntad y no tiene culpa, como tampoco la tienen quienes la trajeron sin saber lo que hacían; una maldición que pertenecía a otra historia. Una maldición equivocada, pero maldita al fin. 
Su historia nadie la recuerda, o tal vez si, pero ¿quién se atrevería a reconocerlo?, es de común conocimiento, entre los supersticiosos, que las maldiciones pueden hacer efecto con sólo recordarlas.
No espero ningún reconocimiento por la osadía de contar esta historia...»


LA CONTRA
(La magia es señora)

«El lago amaneció cubierto de bruma.
–Ya llegó el calor de Semana Santa –pensó Tamara mientras colaba el café.
Desde la cocina, por la puerta abierta ojeaba la piragua de su marido que se alejaba cortando mansamente el agua, metiéndose en la neblina.
–San Benito de Palermo, protégelo –murmuró Tamara mientras la pequeña embarcación se perdía de vista.
Era víspera del Domingo de Ramos. El pueblo se preparaba para celebrar la semana mayor, las mujeres recolectaban palmas que tejían en cruces para la misa de bendición. A todo lo largo de las veredas principales, vendedores ocasionales armaban quioscos y tarantines, puestos de bebida y comida para atender al gentío que llegaba a San Mateo de Agua durante la Semana Mayor, gentes de los poblados del rededor que acudían a los oficios religiosos, vacacionistas que aprovechaban el asueto para visitar un pintoresco pueblo palafítico, borrachos sedientos de parranda y devotos de San Benito de Palermo que venían a pedir algún favor o a pagar promesas al santo patrono del pueblo. En San Mateo de Agua la Semana Santa no era exclusividad de Cristo; por santo y por patrono, San Benito tenía derecho a colarse, con sus devotos chimbangleros y bebedores de ron, a toda celebración litúrgica.
De pronto Tamara sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Dejó el café y olfateando caminó hacia la sala, se detuvo frente al altarcito que le tenía a San Benito e inhaló profundamente.
–¡Conque era eso! –dijo en voz alta.
Había oído hablar muchas veces de ese olor triste y resinoso como de papeles viejos, que se metía por todas partes cambiando las propiedades de las cosas, el gusto de las comidas y el aliento de las personas hasta alterarle las ganas de vivir.
Tamara recorrió los rincones, olfateó el entablado de las paredes, debajo de la cama, el escaparate, cada tarro de la alacena,  hasta que tuvo la certeza de que la desgracia se había metido en su casa: todo estaba impregnado con el olor de la mala suerte.
Decían que cuando la mala suerte entraba en una casa...»

LÍQUENES
(La culpa es femenina)

«Cuando la tristeza la invadió, Liduína miraba por la ventana el sol del atardecer que apuñalaba el lago ensangrentándolo. Era una tristeza de despedida, tuvo la absurda ocurrencia de que el sol, cansado del día a día, se ocultaba para siempre.
Sacudió la cabeza para deshacerse de las ideas tristes como si escurriera el agua del pelo mojado, cerró las cortinas y se dispuso a servir la mesa en la que ya estaba sentada su familia. El panorama doméstico se repetía: los morochos Luís Miguel y Juan Andrés, tamborileaban con los cubiertos en los platos. Su hija Maite, seguía el ritmo del golpeteo con la mirada perdida en pensamientos secretos y Emilio, su marido, la observaba ir y venir de la cocina al comedor con platos y vasos, fuentes y ensaladeras, cubiertos y jarras. 
Cuando la mesa estuvo lista, Liduína se sentó y Emilio inició el ritual de intercambio de porciones, ¿Quién quiere arepa? Yo quiero. Ajá, pero tú pásame la ensalada hija. Una arepita papá. Epa, deja carne mechada para los demás. El queso rayado por favor Luís Miguel ¿Por qué tengo que pasártelo si lo tienes cerquita? Bueno, pero la salsa de tomate está más lejos ¿me la alcanzas? Yo quiero mayonesa, ¿me la pasas papá? ¿No hay picante? ¡Apúrate con el arroz Juan Andrés! ¡Coman caraotas hijos! Yo sólo quiero ensalada… 
Entonces, Liduína empezó a llorar.
La comilona se detuvo. Boquiabierta, la familia quedó cautivada por los sollozos de Liduína. Hasta ése día había sido una madre inalterable y una esposa serena. Nunca la habían visto achicarse ante una adversidad. Por eso el asombro: jamás imaginaron que pudiera llorar y mucho menos sin motivo aparente.
–¿Qué pasó? –preguntó Emilio a nadie y a todos con el tono acentuado para remarcar su descontento por lo que fuera que estuviera pasando a sus espaldas.
Liduína, tapándose la cara con las manos, se desató en un llanto tormentoso. Luis Miguel y Juan Andrés se interpelaron con las miradas suponiendo que, como de costumbre, serían culpados por la novedad.
–A ver, ¿qué le hicieron a su mamá? –preguntó Emilio a los morochos.
–¡Nosotros, nada! –respondió Juan Andrés, por los dos.
Maite se levantó de la mesa y se fue corriendo a su cuarto. Los morochos miraban a su padre esperando que dijera algo.
–¡Váyanse a la cama! –les ordenó el papá.
Luis Miguel y Juan Andrés salieron en estampida.
Liduína se levantó a recoger la mesa. Emilio le acercó su plato y en silencio la observó reponer la comida intacta en las bandejas, llevar la loza y los cubiertos en varios viajes a la cocina, recoger el mantel empapado, colgarlo en el tendedero y volver luego con el mantel de ornar y el centro de mesa.
–¿Qué te pasa, mujer?
–Nada, debo estar cansada –le respondió Liduína sin mirarlo. Una llovizna le caía sobre el vestido.
Emilio se fue a la cama. ¡Qué vaina! –murmuró antes de quedarse dormido.
Liduína fregó los platos en un santiamén. Es sabido por todos que el llanto tiene la cualidad de limpiar el alma, y el lagrimeo que cayó sobre el fregadero dejó la loza prodigiosamente reluciente, desmanchándola hasta de las máculas del tiempo.
Por la mañana Emilio se despertó de una pesadilla invernal. El colchón estaba húmedo y al sentarse en la cama se encontró con el piso encharcado. Su mujer seguía llorando dormida. Movido por un súbito impulso se levantó tratando de no despertar a Liduína y se fue a la cocina a preparar el desayuno. No recordaba haberlo hecho en diecisiete años de casado. Recalentó los restos de la cena, descolgó el mantel y acomodó la mesa. Luego despertó a sus hijos y desde la puerta del cuarto, para no volverse a mojar los pies, llamó a su mujer a desayunar.
Desde la mesa vieron aparecer a Liduína con la dormilona empapada. Parecía un fantasma de ahogado saliendo de una ciénaga. De sus ojos azules brotaban dos manantiales de lágrimas que caían en cascada al camisón y terminaban escurriéndose al piso, dejando tras sus pasos un reguero de lluvia...»

MORDEDURA DE LOCA
(La locura es niña)

«Entre los juncos no me van a ver, que llueva, que llueva, la loca está en la cueva, los pajaritos cantan, la loca se levanta, ahí viene…
Isamar de los Ángeles y las morochas Piñango jugaban a patear una pelota de goma. A Isita se le escapó y la pelota se fue hacia el pajonal. La niña fue tras ella y al agacharse a recogerla, algo le brincó encima.
–¡La loca! ¡La loca! ¡La loca agarró a Isita! –gritaron las Piñango pidiendo auxilio.
Isamar de los Ángeles estaba atrapada, de espaldas al piso y con la loca encima. 
–Quédate quieta mijita, qué amigas más chillonas tienes, a ver, déjame probarte, sólo un mordisquito –decía la loca mientras forcejeaba con Isamar.
Ramón Piñango salió de la casa con una pala en la mano, otros vecinos alarmados ya corrían hacia los gritos. La loca miró fijamente a las morochas que estaban petrificadas ante la escena. 
–Mírenme así, a los ojos, estúpidas mocosas, ahí viene su papito a defenderlas. 
Justo antes de que Ramón Piñango la tuviera al alcance de un palazo, la loca brincó y escapó por el pantanal.
Recogieron a Isamar y la llevaron a casa. Sangraba por el hombro, la loca la había mordido. Su cuerpo estaba desmayado, pero tenía los ojos abiertos y la mirada fija. Al acostarla en la cama se puso a temblar, y al instante, empezaron los sacudones. Primero se ponía rígida, luego se sentaba de golpe en la cama y como un resorte se tiraba hacia atrás rebotando contra el colchón. Sus padres, junto a dos vecinos, no podían con ella. El médico del dispensario nunca había visto algo parecido, pero antes que le vinieran con cuentos de locas endemoniadas, puso semblante de convicción y emitió un diagnóstico tajante: Isita estaba convulsionando. Con el bromuro se calmaron las agitaciones, pero la fiebre siguió. 
Mientras tanto, las hermanas Piñango también sufrían las consecuencias del ataque de la loca. Después del grito de auxilio no habían vuelto a pronunciar palabra, se pasaban el día sentadas, mirando a un lugar fijo y agarradas de la mano, no se soltaban ni para dormir, comían porque la madre le llevaba la comida a la boca y tuvieron que ponerle pañales porque ni las necesidades del cuerpo las sacaba de aquella insensibilidad mineral.
El vía crucis para los padres de Isamar no iba a ser menor, al ver que los medicamentos no le bajaban la fiebre, la hospitalizaron por varios días en el sanatorio de Dejao hasta que a fuerza de inyecciones, la calentura cedió. Desde el ataque de la loca, Isamar no hablaba, pasaba la mayor parte del tiempo ensimismada, salvo en los episodios en que, de pronto, se ponía a chillar como un animalito herido, con la mirada espantada, señalando un lugar fijo en las paredes o en el techo. 
Cuando llevaron a Isamar a casa de Benedicta del Carmen, la santera más renombrada de Dejao, no tuvieron ni que explicar el motivo de la consulta. 
–A buena mordida de loca llevó esta niña –dijo la santera apenas la vio...»

EL ÚLTIMO DESEO
(La ley es matrona)

«Doña Carmela agonizaba. Hacía tres días que el médico la había desahuciado y el cura le había ungido los óleos. Acostada en el catre se había despedido de toda la familia y los vecinos de San Mateo de Agua y de Tierra. Lúcida y perspicaz como había sido toda la vida, tenía el comentario apropiado para cada uno, tanto al buen amigo como al judas apuñalador de espaldas, a todos le tenía reservado lo suyo, y nadie se pudo negar a concurrir porque había hecho pública su voluntad de moribunda de tener presente a quien solicitara, y no es que estuviera dicho y mucho menos escrito que contrariar a alguien en cama de muerte trajera desgracia, pero nadie se atrevió a desatender la cita porque es previsión elemental evitar tener compromisos pendientes con el más allá. A medida que llegaban los solicitados, ingresaban a una fila alrededor de la cama. Doña Carmela no quiso hablar con nadie a solas, lo que tenía que decir a cada quien no era secreto. Es mejor que haya testigos, no vaya a suceder que después de muerta y sin poder defenderme, digan que estaba desvariando o que dije lo que no dije. 
Por la ventana del cuarto se asomaba el sol viejo de las seis cuando coincidieron en la fila su hija Casilda y su yerno Temístocles. Doña Carmela les pidió que se acercaran para platicarles. Se curvaron sobre la moribunda para escucharla sin que se esforzara y doña Carmela habló.
–Mi último deseo es que ustedes dos vuelvan a juntarse y se dejen de pendejadas. Mírenme, me estoy muriendo, esto es lo más importante. La única razón por la que merece la pena fregarse en la vida es para morir en paz. Y este es mi último deseo, lo único que necesito para descansar tranquila, no me vayan a echar una vaina, yo sé que no embromarían a una vieja desahuciada, se que puedo irme sin preocupación...
Y con la palabra preocupación exhaló su postrimer aliento. Doña Carmela se había ido. Casilda se le tiró encima llorando. Temístocles, con la cabeza gacha, salió de la habitación.
La velaron en la sala de la casa como había sido su voluntad. Dígame ahora esta novedad de andar veloriando muertos en funerarias, como si los muertos no tuvieran casa, yo me muero y me encajono en mi palafito, y de aquí pa' la iglesia y el cementerio, no vaya a ser que estas paredes, tan acostumbradas a mí, no se den cuenta de que estoy muerta y por creerme viva retrasen mi salida de este mundo. 
Fue un velorio sin flores, porque a doña Carmela le daban alergia, fue un velorio sin tropiezos ni improvisaciones, porque todo estaba listo con dos días de adelanto. Cuarenta y ocho horas antes de que expirara su último aliento con la palabra preocupación, las sillas alquiladas estaban acomodadas contra la balaustrada del zaguán y a lo largo de las paredes de la sala, y en la cocina no se paraba de colar café con canela, amasar mandocas de plátano y queso, freír chicharrón y tostar arepas. 
Por la noche llegó tanta gente que, mientras daban el pésame y se acomodaban, se formó una fila hasta el puente de entrada al pueblo. Temístocles se paseaba incómodo recibiendo el pésame por su suegra e intercambiando algunas frases sin sentido aquí o allá, de esas que se responden a los pésames ¿Qué sentido puede tener lo que se diga sobre lo que no tiene remedio? Estaba intranquilo, como avispas negras los pensamientos le revoloteaban en la cabeza, si se descuidaba lo picaban.  Cuando pudo acercarse a Casilda soltó el motivo de su angustia. 
–¿Tú piensas cumplir su deseo? 
Y ella, tratando de disimular.
 –¡Respeta! ¡Es el velorio de mi madre! 
Al otro día, con el despabilado sol de las diez y media cargaron el ataúd de doña Carmela hasta la iglesia. No hubo quien no se quejara de la misa del padre Santa María. El cura ofició la ceremonia con cara amarrada por los retorcijones de estómago que le habían dejado los incontables cafés tomados en las continuas visitas a la necia moribunda que no terminaba de morirse. El oficio en sí no duraría ni media hora, pero se alargó por una repentina salida del cura a media ceremonia para ir a la letrina de la sacristía. Ciertos ruidos poco decorosos que venían del excusado intimaron al coro, que en actitud solidaria con el cura y su intestino, entonó el Ave María. A las once y media salió la procesión hacia el cementerio. Temístocles formaba parte del cortejo que cargó al hombro la urna y no quiso alternar su lugar con nadie a lo largo del recorrido hasta el cementerio. No dejaba de estar nervioso, una idea lo ofuscaba: la muerta estaba muy pesada, no tenía la levedad que les entra a los difuntos cuando se les sale el alma del cuerpo, se imaginaba que dentro del cajón la vieja había volteado la cara y lo miraba con malos ojos. Temístocles se afanó en mantener el paso, atento a cargar el féretro derechito para evitar pensar en fantasmas y remordimientos...»
Contraportada de Las mujeres de San Mateo. Crónicas del Caribe 3. Mario Fattorello.
Contraportada
LAS MUJERES DE SAN MATEO
Crónicas del Caribe III
Primera edición Caracas, septiembre de 2009
© Mario Fattorello, 2009-2014
Depósito legal lf74520098002489
ISBN 978-980-390-228-5

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